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lunes, 20 de mayo de 2019

Enfoque Global / ¿Quién realizará la revolución moral dentro de un viejo aparato del Estado neoliberal?

José Luis Ortiz Santillán

Austeridad, combate a la corrupción y apoyo a los que menos tiene, a los más de 55 millones de pobres, serán los ejes incuestionables del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador; mientras que los ciudadanos que votaron por su proyecto de nación, así como sus adversarios, se convertirán en la auditoría social que lo obligarán a cumplir con sus promesas de campaña o a poner fin a las esperanzas depositadas en él por la mayoría de los ciudadanos; lo cual delinea una nueva revolución social en México.

Sin embargo, una revolución social es el resultado de la conjunción de esfuerzos de hombres y mujeres, los cuales están dispuestos a dar su vida por transformar su realidad social y la de su país, dispuestos a entregar su vida por lo que creen justo, no por un salario. En muchos casos de la historia, esos soñadores revolucionarios han ido a aportar su esfuerzo a otras tierras, a otros países, lejos del que los vio nacer, sabiendo que podían perder la vida; algunos de ellos pudieron regresar sin gloria ni aclamaciones, sin notas sobre ellos en los medios, por ser considerados criminales o traidores a la patria; pero otros, nunca volvieron.

En el pasado, esa fue la historia de quienes participaron en la guerra civil española, en la revolución cubana, en la guerra en Nicaragua y El Salvador, en la guerrilla en Guatemala, en Colombia, de quienes se unieron a la resistencia contra las dictaduras en los años setentas y ochentas en América Latina; en la historia moderna, es la experiencia de muchos canadienses y europeos que llegaron a Siria para luchar junto a los kurdos contra el Estado Islámico (ISIS); convencidos de que hacían lo correcto, dispuestos a entregar sus vidas por un mundo mejor, defendiendo sus convicciones.

Entre todos ellos, están los nombres de personalidades como Ernesto “El Che Guevara”, a cuyo padre e hijo mayor tuve la fortuna de conocer y compartir con ellos en Cuba; el del único mexicano que participó en la revolución cubana, Alfonso Guillén Celaya, a quien conocí en Nicaragua en 1984; el del padre español Gaspar García Laviana, que luchó en Nicaragua contra la dictadura de Anastasio Somoza; el de Camilo Torres en Colombia; el del venezolano Ali Gómez García, con quien compartí  muchas veces en Nicaragua antes de su muerte en 1984; incluso el propio sinaloense, Víctor Tirado López, comandante de la revolución popular sandinista en Nicaragua.

Pero también están los nombres perdidos en las visas volantes y estadísticas de migración, de quienes, sin gran renombre, dieron parte de su vida por la revolución y sobrevivieron a su vorágine, pudieron regresaron a sus países con la misma fortuna con que salieron un día y, pese a las adversidades, nunca renunciaron a sus sueños.

Sin importar que se trata de una revolución armada, pacifica o simplemente de una revolución moral, como lo ha dicho el presidente Andrés Manuel López Obrador, para calificar la transformación histórica que encabeza su gobierno en México, donde ha afirmado que “no se trata sólo de un cambio de gobierno, sino un cambio de régimen”, para ello, también se requiere de hombres y mujeres revolucionarios, íntegros, capaces de asumir su rol en la transformación de una sociedad hundida en la corrupción y dentro de ella, en la simulación, como el arte para engañar a quienes pretenden transformarla.

Inexorablemente, una revolución moral es mucho más compleja que cualquier otra, porque opera a partir de la conciencia de los hombres y mujeres que la encabezan, a partir de sus convicciones. En ese contexto, hombres y mujeres deberán sobreponerse a las tentaciones del ejercicio del poder; ellos están expuestos a sucumbir ante los encantos del poder. El elogio, la adulación y el servilismo de quienes rodean a quienes dirigen el gobierno hoy, pueden terminar seduciéndolos y apartándolos de su deber; porque el poder puede corromper a quienes no tienen convicciones y conciencia para si mismos, sobre todo, de quienes se han sumado a la cuarta transformación fortuitamente y no por convicción.

El presidente parece tener claro ese peligro y ha dicho al referirse a ello: “No me voy a dejar rodear por lambiscones, por barberos, voy a estar siempre escuchando”, escuchando al pueblo; porque también le han dicho algunos periodistas en sus conferencias mañaneras, que lo están engañando y ha respondido: “A eso vengo porque así no me engañan, así puedo ver cómo están las cosas y por eso vengo por tierra porque así veo cómo está el camino”; precisando: “Yo me informo… porque ¿quién me informa?: el pueblo… hablo con todos y saludo y ahí me van diciendo y voy recogiendo los sentimientos del pueblo. No me voy a dejar rodear por lambiscones, por barberos. Yo no tengo oficina de espionaje, pero yo me informo”, precisando que sabe de los peligros que lo asechan.

Sin embargo, es imposible que el presidente López Obrador pueda estar en todas partes, que sea omnipotente. Es por ello, que su gabinete, y quienes dirigen dentro de cada dependencia del gobierno, deben tener la experiencia y la capacidad; pero, sobre todo la convicción para implementar las políticas diseñadas por el presidente y no obstruirlas; lo que implica, no mentirle, no engañarlo y ser leales a la confianza depositada.

El camino de la cuarta transformación parece estar plagado de intrigas para sobrevivir. El gobierno está poniendo en marcha una nueva política económica y social, que materializa la revolución moral y ética que encabeza el presidente, pero a través de un aparato del Estado cuyos operadores siguen siendo, en su mayoría, los mismos de siempre, los que nunca se opusieron a la corrupción, los que lo criticaron en su campaña, los que colaboraron con sus oponentes desde sus oficinas de gobierno; muchos de ellos sin convicción, sólo con la de mantenerse en los puestos de dirección a toda costa, incluso fraguando conspiraciones, levantado falsas acusaciones a quienes consideran sus adversarios o diseñando peligrosos planes, para deshacerse de quienes ponen en peligro su supervivencia; esos son pues, los retos que debe superar el presidente y sus leales colaboradores hoy.

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