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lunes, 9 de marzo de 2020

México: de la democracia neoliberal a la democracia populista

José Fernández Santillán
Twitter: @jfsantillan
Email: jfsantillan@tec.mx

Para Ernesto Cardenal
IN MEMORIAM

Convengamos en que nuestro país ha experimentado cambios de gran calado a nivel político y económico en las últimas cinco décadas. La más reciente de esas mudanzas ha sido (o pretende ser) la “4a Transformación”.

Andrés Manuel López Obrador llegó con un sólido respaldo electoral merced a que muchos ciudadanos estaban, literalmente, hartos de tanta corrupción y de lo que se conoce como la partidocracia. En 2018, la gente se acercó a las urnas para expresar su descontento y, al mismo tiempo, la necesidad de que México cambiara de rumbo. No obstante, a quince meses de haber tomado posesión como Presidente de la República, AMLO no ha dado grandes resultados. Incluso muestra inclinaciones autocráticas. En vista de estos indicadores, aquí analizará el origen, la trayectoria y los retos que se le presentan a nuestra democracia.

Es convención aceptada que el proceso de transición a la democracia en México inició con la reforma política de 1977 la cual permitió el ingreso a la vida institucional del Partido Comunista Mexicano (PCM), el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) y el Partido Demócrata Mexicano (PDM).

La presencia de esos partidos de oposición no fue suficiente para que el Poder Legislativo se transformara en un factor de equilibrio frente al Poder Ejecutivo; pero, por lo menos, le dio una tonalidad distinta al Congreso: ya no monocolor, sino variopinta.

Nuestro país avanzó a la democracia mediante pasos sucesivos; o sea, se registraron reformas político-electorales paulatinamente (1986, 1991, 1996). Ellas permitieron, a final de cuentas, ponerle freno al presidencialismo autoritario; pasamos de un sistema de partido dominante al multipartidismo e hicieron posible la primera alternancia en 2000; la segunda alternancia se dio en 2012 con el regreso del PRI al poder, y la tercera alternancia sobrevino con la victoria de Morena en 2018.

En todo esto, sin embargo, hay una paradoja porque si bien, en el nivel político, nos movimos del verticalismo autoritario a la horizontalidad democrática e inclusiva, en términos económicos, desde la época de Miguel de la Madrid (1982-1988) se impuso el modelo neoliberal que implicó la exclusión y la desigualdad. Allí están los resultados: mitad de la población situada en la pobreza o pobreza extrema, mientras que la riqueza se ha concentrado en unas cuantas familias.

Obviamente, hubo muestras de descontento desde que empezó a aplicarse esa receta inventada por Milton Friedman y el Consenso de Washington, vale decir, John Williamson. Ese descontento se expresó a través del voto ciudadano; la respuesta fue el fraude electoral. Así le sucedió, en 1988, al Frente Democrático Nacional (FDN) encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas, y en 2006 cuando el PRD postuló a Andrés Manuel López Obrador.

En 2012 los electores le devolvieron la confianza al PRI creyendo que había aprendido la lección. Era hora de hacer cambio en la política económica; pero Enrique Peña Nieto no entendió el mensaje y en vez de apoyarse en gente avezada en la política como Beatriz Paredes y Arnoldo Ochoa, le cedió el mando a la tecnocracia neoliberal encabezada por Luis Videgaray. Esa torpeza le abrió de par en par las puertas a López Obrador para capitalizar la ira contra la democracia neoliberal que combinó un sistema político que ciertamente era incluyente, pero con un modelo económico excluyente. Un contrasentido.

Así llegó López Obrador a ocupar la Primera Magistratura de la Nación, a través de los mecanismos propios de la democracia constitucional; pero instalado en Palacio Nacional se ha mostrado como un gobernante autoritario. Y tiene con qué hacerlo: controla el Congreso, tiene, de facto, el dominio sobre el Poder Judicial, y lleva las riendas de las entidades federativas a través de los superdelegados.
AMLO, como buen líder populista, utiliza a la democracia liberal como fachada, pero la está vaciando de contenido: su constante evocación al “pueblo” se refiere a la gente que está de su lado; los que están en su contra, no cuentan. Esa es la democracia populista, una democracia excluyente. Todo un oximoron (una contradicción en los términos).

Lo propio de un Jefe de Estado democrático es hacer la labor del tejedor: armonizar cuidadosamente la urdimbre; en contraste, lo que hace AMLO es provocar el encono, azuzar el conflicto.
  
Paradojas del destino: ahora estamos al revés, experimentamos la exclusión en política y la, dizque inclusión social. Pero esa “inclusión social”, en el mejor de los casos es clientelar, y en el peor de los casos, en realidad, repite e incluso refuerza la receta neoliberal.

Sea como fuere, lo cierto es que los índices de popularidad de López Obrador están a la baja: “El Financiero” (4/III/2020) publicó una encuesta reveladora: en un año su popularidad ha caído 20 puntos. Sin duda a este declive ha contribuido su posición en contra del movimiento feminista al que ha acusado de estar manipulado por los conservadores, sin tomar en cuenta que el quid del asunto es la violencia de género que se ha desbordado en México.

Necesitamos la combinación de una democracia incluyente con una política económico también incluyente. Cosa que hasta hoy no hemos tenido.

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