Miguel Ángel Ferrer
No será fácil conseguir el saneamiento y regeneración de las dos principales instituciones electorales mexicanas: el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). No será fácil pero es urgente y necesario.
Ambas instituciones viven un severo, evidente e inocultable proceso de descomposición interna. En el caso del tribunal esa descomposición se expresa ahora mismo en una descarnada y pública lucha de facciones.
La razón básica de ese combate faccioso es, desde luego, el manejo, reparto y disfrute del presupuesto de la institución. El dinero como leit motiv. Abundantísimo dinero que posibilita desmesurados lujos y privilegios que son defendidos a capa y espada.
También el dinero es la causa de la descomposición moral del INE. Pero aquí la lucha de facciones ha sido soterrada, más discreta, menos evidente. Los jefes del INE, en realidad verdaderos dueños, han logrado hasta ahora evitar la ruptura entre los distintos grupos que componen el organismo.
Aparte del dinero, existe otra razón, digamos de carácter estructural, que explica la bancarrota de ambas instituciones. Son dos organismos creados para funcionar en una realidad política que ya no existe y cuyo componente primario era un Presidente de la República impuesto por vías ajenas al sufragio ciudadano, al sufragio efectivo.
En estas condiciones, la suerte de las dos instituciones electorales estaba ineludiblemente ligada a la existencia de un presidente espurio, fraudulento. El presidente era el garante y beneficiario del fraude electoral. Un fraude institucional, un fraude de Estado.
De modo que ahora, con un presidente legítimo, con un primer mandatario que no ordena y vigila el fraude, las dos entidades encargadas del asunto ya no son necesarias, están desfasadas, estorban.
El presidente impuesto de modo ilegal era, además, el árbitro entre las distintas facciones a la hora de la rebatiña presupuestal y del reparto de los negocios ligados a la organización de las elecciones. Y hoy, ya sin el inapelable árbitro, las disputas afloran o, como en el INE, se mantienen trabajosa y autoritariamente soterradas.
Pero no hay escapatoria. Sin la trabe mayor la estructura se derrumbará. Y en más breve tiempo y con más estrépito si, de amo y factótum, el Presidente de la República ha pasado a convertirse en el mayor crítico y adversario de las dos anacrónicas, disfuncionales y desprestigiadas instituciones.
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