Fernando Irala
Luego del paréntesis impuesto por la pandemia, los banqueros mexicanos se volvieron a reunir, en Acapulco como acostumbran, para revisar el entorno económico y la perspectiva de su negocio.
El clima tropical y el optimismo de los dueños del dinero, se combinaron esta vez con la aparente remisión del coronavirus y la posibilidad de recuperación económica, para propiciar un escenario color de rosa y un futuro promisorio.
Pasada la euforia, la realidad no va tan bien.
Al rebote económico de hace un año, luego de una profunda depresión que hizo caer la producción por el confinamiento sanitario, no ha seguido un crecimiento sostenido.
Desde finales del año pasado, la economía se muestra paralizada, a grado tal que llegó a hablarse de una recesión, es decir, de un producto nacional en retroceso prolongado.
Con los otros datos que con frecuencia se manejan en Palacio Nacional, al empezar este año se pronosticó un crecimiento para el presente ciclo del cinco por ciento.
El panorama está muy alejado de esa bonanza.
Las cifras del primer bimestre muestran un incremento apenas superior al cero, y los pronósticos de instituciones nacionales e internacionales, que llegaron a situarse por arriba de los dos puntos porcentuales, ya han sido revisados a la baja y se ubican en menos de ese par de puntos.
En contraste, el factor que no cede es la inflación, que en 2021 alcanzó más de siete por ciento, y no ha cedido en el primer trimestre del año.
Siempre se ha dicho que la inflación afecta sobre todo a los más pobres, pero en este caso no hay duda alguna: mientras el índice general se mueve por encima de los siete puntos mencionados, los precios de los alimentos han trepado mucho más allá del diez por ciento, y en algunos casos duplican y triplican esos porcentajes.
En los próximos meses veremos si ese horizonte se oscurece más o mejora de alguna manera, pero por lo pronto pinta mal.
Tendremos que decirle entonces a los banqueros y sus amigos: acuérdense de Acapulco, de aquellas noches…
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