Fernando Irala
En las últimas semanas se ha generado una crisis migratoria que por su magnitud amenaza la estabilidad de las fronteras del lado de Estados Unidos y del mexicano, y que tendrá consecuencias imprevistas en la política y la economía.
No es que no sea nuevo el fenómeno. Por el contrario, el tema migratorio ha estado presente, ha sido parte de la problemática de la relación de México con Washington hace más de medio siglo, desde el legendario programa bracero, con el que en los años 60 intentó ordenarse el aprovechamiento de mano de obra mexicana en los campos estadounidense sin derivar en una migración masiva.
Ahora, además, los migrantes que intentan cruzar la frontera norteamericana desde el sur, ya ni siquiera son mayoritariamente mexicanos.
De hecho, nuestros compatriotas habían dejado de migrar en la década pasada, hasta que como consecuencia del nulo crecimiento en la economía durante el pasado lustro, el proceso se ha reanudado.
Pero la mayoría de quienes ahora intentan cruzar son de otras nacionalidades: venezolanos, hondureños, guatemaltecos, cubanos, haitianos y de otros lugares del continente.
El problema humano es mayor y su solución más compleja. Forma parte de la dinámica mundial y la desigualdad económica y social que en las recientes décadas se ha exacerbado y lo ha impulsado.
Ante las condiciones económicas adversas que le impiden a millones de personas y familias conseguir empleos dignos, tener salarios decorosos y garantizar el bienestar de sus familias, la gente inevitablemente migra.
A esa situación ancestral se aúna en estos tiempos el florecimiento del crimen organizado y la inseguridad en que viven las comunidades más aisladas y marginadas, lo cual se extiende luego a vastas regiones y grandes ciudades.
Si en el actual sexenio se creyó como solución simple abrir la frontera sur y permitir el libre paso de migrantes, bien pronto la dureza de Donald Trump hizo pasar al gobierno mexicano de promotor a contenedor del flujo humano.
Hoy que el asunto se ha vuelto nuevamente crítico, visiblemente en Palacio Nacional no saben qué hacer. Y en la Casa Blanca tampoco.
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