Miguel Ángel Ferrer
Es obvio que en el proceso político que culminó con el rechazo en el Congreso de la Unión de la reforma eléctrica obradorista la fuerzas de la derecha mostraron con crudeza su talante conservador, antinacional, pro empresarial y pro imperialista.
Pero sería un error pensar que tales muestras de conducta antipopular le significarán a la derecha un significativo costo electoral en los comicios presidenciales de 2024.
Objetivamente lo esperable es que se mantenga la proporción visible desde la contienda electoral de 2018 y que con muy ligeras variaciones se mantiene hasta la fecha. Recordémoslo.
En esos comicios el derechista Partido Acción Nacional (PAN) obtuvo nueve millones de votos, en tanto que el Partido Revolucionario Institucional (PRI), también de derecha, cosechó siete millones de sufragios.
Frente a esa suma de 16 millones de votos, Morena y López Obrador obtuvieron 30 millones de sufragios. Como se ve, la proporción es de dos uno. Y hasta la más superficial observación de la situación política de la actualidad revela que aquella proporción se mantiene.
Por ello se puede sostener que la conducta claramente conservadora de los partidos de la derecha y de sus aliados en los medios de información no producirán ni una reducción en el número de votantes de la derecha ni, consecuentemente, un incremento en el caudal de sufragios del obradorismo. Y esto será así por un buen tiempo, mucho más allá de 2024.
Una prueba más de la vigencia de esta ecuación electoral está presente en el asunto de la reciente nacionalización del litio. Esta fue muy bien recibida por los sectores progresistas de la sociedad, pero al mismo tiempo fue severamente cuestionada y repudiada por los segmentos sociales identificados con el conservadurismo y el pro imperialismo.
De nada hay que sorprenderse. Así ha sido toda la historia de México desde la colonia y el México independiente: independentistas contra colonialistas, liberales contra conservadores, nacionalistas contra pro yanquis, mexicanistas contra malinchistas.
Todo esto era evidente y bien sabido. Pero no existía un método confiable para medirlo. Ayudaban a ello las encuestas y los estudios sociales específicos. Pero por razones políticas e ideológicas la paja solía ocultar el grano.
La realidad pudo conocerse sin sesgos, tapujos e interpretaciones interesadas en las elecciones presidenciales de 2018. El gran factor de esclarecimiento fue la ausencia del fraude electoral. Ahora se conoce objetivamente cómo piensa la sociedad mexicana.
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