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martes, 24 de junio de 2025

Lo WOKE, la ideología que fractura familias, erosiona el laicismo y debilita naciones


Fernando Schütte Elguero

Ondeó en el Zócalo capitalino una bandera LGBT+ con respaldo y apoyo oficial. Hace 21 años, un 27 de junio de 2004, esa misma plaza y muchas otras en el país, se llenaban de ciudadanos exigiendo justicia y seguridad. ¡Qué contraste!

En pocas décadas, el discurso de opresores y oprimidos (nacido en entornos académicos y tanque de pensamiento), se infiltró en la política, la educación, los medios… y en el corazón de las familias. Lo que empezó como un llamado a la equidad devino en una ideología intolerante, conocida como woke, que clasifica a las personas no por sus acciones, sino por su identidad, ya sea por género, raza, clase u orientación sexual. Se impone así una moral binaria entre víctimas estructurales y culpables históricos.

Las consecuencias no son teóricas, hay familias fracturadas, instituciones desacreditadas, jóvenes emocionalmente frágiles y una sociedad que desconfía de sí misma.

Este paradigma ha roto el diálogo intergeneracional. La autoridad parental ha sido suplantada por la deslegitimación moral. Los roles tradicionales (padre proveedor, madre cuidadora, abuelo consejero) son presentados como restos de un sistema opresor. La rebelión juvenil dejó de ser cuestionamiento para convertirse en cancelación. No hay conversación, hay ruptura emocional.

El sistema educativo ya no busca formar personas que mediante la duda, busque la verdad, ni ciudadanos críticos, sino soldados identitarios leales a causas emocionales. En México, esto se agravó con la polarización desde el poder. Andrés Manuel López Obrador dividió al país en “fifís” y “chairos”, convirtiendo la sobremesa en campo de batalla ideológico. Vicente Fox, con su impulso al “lenguaje inclusivo”, atentó contra el idioma como herramienta de entendimiento común.

La presidente Claudia Sheinbaum ha perpetuado esta lógica, privilegiando simbólicamente a las mujeres como grupo político. Pero no promueve igualdad ante la ley, sino una superioridad emocionalmente justificada. Y mientras tanto, se legisla más por los “derechos de los animales” que por los de los niños abandonados. No es compasión: es desplazamiento emocional. Se proyecta afecto en mascotas porque el vínculo humano se ha vuelto incómodo.

La ideología woke ha sido adoptada por políticos y marcas no como ética, sino como táctica de control. Al dividir a la sociedad en grupos en conflicto, el Estado se vuelve árbitro indispensable. Las cuotas, el lenguaje políticamente correcto y los “espacios seguros” son monedas para comprar legitimidad sin resolver la inseguridad, la corrupción o la impunidad.

Peor aún, esta narrativa protege a los gobiernos del escrutinio. Cualquier crítica se tilda de “microagresión” o “discurso de odio”. Se censura al crítico por lo que representa, no por lo que dice. Así, la razón queda sujeta a la identidad, y el debate es reemplazado por alineamiento emocional.

Pero el daño más grave se percibe en la seguridad pública. Las fuerzas del orden son tratadas como estructuras represivas, perdiendo legitimidad. Ser policía o militar hoy implica soportar desprecio social. Se les exige, pero no se les respalda. La justicia se vuelve selectiva: si el acusado es “oprimido”, su delito se reinterpreta como reacción social; si es “privilegiado”, se presume su culpa estructural. El principio de igualdad ante la ley desaparece.

Y con ello, el Estado de Derecho. La erosión de la autoridad, el aislamiento del individuo y la destrucción de la comunidad tradicional (familia, escuela, iglesia, barrio), generan anomia. Sin vínculo humano, sin narrativa común, sin responsabilidad colectiva, una nación no se sostiene.

Además, lo woke atenta contra el laicismo. Bajo el pretexto de inclusión, impone una moral identitaria y emocional como dogma institucional. El Estado laico no promueve credos ni ideologías, solo garantiza libertad. Hoy, sin embargo, la ideología woke ocupa el espacio que antes disputaban las religiones y dicta lo que se debe pensar, sentir, decir y callar. No es neutralidad, es una nueva ortodoxia disfrazada de progreso.

El desafío no es volver al pasado, sino rescatar aquello que es funcional, la autoridad legítima, el valor del esfuerzo, el respeto por la ley, y la solidaridad real. La diversidad no puede ser pretexto para la fragmentación, ni la identidad justificación para el privilegio.

El Estado debe dejar de administrar resentimientos y volver a promover el bien común. Y la familia, pese a sus imperfecciones, debe seguir siendo el centro afectivo y formativo de la sociedad.

Si la familia deja de ser refugio del afecto y el Estado se convierte en tutor emocional, habremos perdido no solo el debate cultural, sino la libertad misma.

P.D. “Machos Alfa” una serie televisiva, que es una sátira muy recomendable para visualizar las diferencias.

@FSchutte

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